Se trata de imágenes inconcebibles: ciudades completas sumergidas bajo el agua, bebés evacuados en helicóptero, personal de primeros auxilios y ciudadanos que se desplazan en bote por las antes ajetreadas calles de Porto Alegre, la ciudad capital del estado, con su principal aeropuerto cerrado para un futuro previsible.
Los brasileños están horrorizados ante los destrozos provocados por las lluvias torrenciales que azotaron Rio Grande do Sul, su estado situado más al sur y el que ocupa el cuarto lugar entre los más ricos de la nación.
El saldo de esta histórica desgracia es desolador y digno de nuestra simpatía y atención.
No obstante, aunque cada una de estas calamidades climáticas es particular a su manera, en conjunto forman una cadena de sucesos nefastos que se extienden a lo largo y ancho de Latinoamérica y que deberían servir de impulso para replantearse seriamente sus políticas.
Durante el pasado año, Acapulco fue pulverizada por un huracán de categoría 5, los navíos de carga no podían transitar por el Canal de Panamá a causa del bajísimo nivel del agua y masivos incendios forestales se cobraron la vida de más de ciento treinta personas en Chile.
La Argentina sufrió su peor sequía en al menos cien años y su economía cayó en recesión; a los habitantes de Bogotá se les instó a marcharse de la ciudad en el marco de un racionamiento del agua.
De acuerdo con un informe de la ONU, desde el año 2000 las catástrofes naturales ya han afectado a más de 190 millones de personas en Latinoamérica y el Caribe, lo que supone 3 de cada 10 habitantes.
Por el momento, hay que dejar de lado el interrogante de cuánto de esto tiene que ver con el cambio climático o con los fenómenos climatológicos de El Niño/La Niña.
Lo cierto es que, cualesquiera que sean las causas, los gobiernos y la ciudadanía necesitan fortalecer sus sistemas de preparación para desastres y elaborar planes de emergencia, ya que eventos antes impensables están sucediendo cada vez más a menudo.
Es cierto que América Latina no tiene el monopolio de las condiciones climáticas extremas, pero se considera ampliamente que es una de las zonas del mundo más propensas a sufrir desastres.
La combinación de su rica biodiversidad y densas poblaciones urbanas con las restricciones fiscales de los gobiernos, la alta carga de la deuda y la planificación deficiente hacen que la región sea vulnerable.
En Brasil, según cifras de la ONG Contas Abertas, el gasto federal para prevenir y recuperarse de desastres naturales cayó casi un 80% entre 2013 y el año pasado (se presupuestaba que aumentaría significativamente en 2024).
Ahora el gobierno brasileño se apresura a ayudar a las víctimas de las inundaciones de Rio Grande do Sul, con planes iniciales de gastar casi 51.000 millones de reales (US$10.000 millones), una suma que probablemente aumentará una vez que se incluyan los costos de reconstrucción.
Mecanismos más sólidos de preparación para desastres habrían salvado vidas y dinero a largo plazo y habrían evitado situaciones en las que las autoridades “se las arreglan sobre la marcha”, como un informe caracterizó el actual esfuerzo de rescate.
En esencia, cuanto más se preparen los países para estos acontecimientos inevitables, mejor y más barata será la respuesta una vez que ocurran. Por supuesto, esta idea simple abarca objetivos, políticas y negociaciones muy complejas, desde identificar riesgos clave hasta invertir en servicios de respuesta rápida y solucionar deficiencias de infraestructura.
Tener las cuentas fiscales en orden y diseñar un marco legal que permita un rápido despliegue de emergencia sin abrir la puerta a gastos no relacionados es una tarea pendiente para los formuladores de políticas y los legisladores.
Además, se debería adoptar protección financiera y otras opciones creativas como los llamados bonos de catástrofe (como lo hicieron México y Jamaica ). Idealmente, los objetivos de crecimiento y desarrollo no deberían chocar con el medio ambiente porque incluirían la mitigación del riesgo de desastres en sus modelos de inversión.
Afortunadamente, los bancos y organizaciones multilaterales, el sector privado y los gobiernos de la región y del exterior ya han realizado mucho trabajo. La parte más difícil sigue siendo la voluntad política: en una región acostumbrada a vivir el día a día, es difícil convencer a los líderes de que ahorrar y prepararse para el futuro es una política que vale la pena seguir.
Por lo general, requiere generar consenso entre diferentes partidos y cooperación en toda la región, algo que no está de moda con las feroces batallas ideológicas que libran la izquierda y la derecha de América Latina.
Y aunque han surgido líderes más conscientes del medio ambiente, como Gabriel Boric de Chile y Gustavo Petro de Colombia, la negación y la indiferencia climática continúan resonando en ciertos círculos políticos y empresariales.
Otra forma de entender la lógica detrás de este imperativo es apelar a los incentivos egoístas de cualquier político: ¿Cuánto riesgo de reputación está usted dispuesto a asumir personalmente por no abordar un problema que puede perjudicar su carrera? Las inundaciones pondrán a prueba seriamente el liderazgo del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva en un momento en que su popularidad ha disminuido en medio de una sensación generalizada de inacción.
Abordar el cambio climático fue una promesa de campaña de Lula, quien realizó dos visitas a la zona inundada pero aún enfrenta algunas críticas de quienes vieron su respuesta como limitada.
Con Brasil como anfitrión del Grupo de los Veinte este año, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en 2025 y, lo que tiene más impacto político, la celebración de elecciones municipales en octubre, el presidente no tiene mucho margen de error.
Una vez respondida esta pregunta, el siguiente desafío es evitar perder el impulso político cuando la urgencia inmediata se disipe. Y más allá de la emergencia, América Latina debería tener una voz activa para ayudar a resolver el problema subyacente del cambio climático.
Ya habrá tiempo para analizar las implicaciones políticas de este desastre y juzgar la estrategia del gobierno. Los científicos también podrían arrojar luz sobre qué parte de este evento de lluvia extrema podría atribuirse a nuevos patrones climáticos.
Por ahora, la atención debería centrarse en la recuperación, asegurando que los gaúchos (como se conoce a los lugareños) tengan acceso a alimentos, agua y electricidad y puedan regresar a sus hogares de manera segura.
La visión optimista de este drama se refleja en las escenas en las que los brasileños salen en masa para brindar apoyo físico, emocional y financiero a las víctimas.
Esta inspiradora solidaridad alimenta las esperanzas de que Brasil pueda superar la polarización de los últimos años. Pero estas nobles respuestas humanas deben ir seguidas de la implementación de políticas inteligentes y mecanismos confiables.
“No se olviden de Rio Grande do Sul”, suplicó un periodista local que informaba desde tierra mientras intentaba sobrevivir en las aguas.
La mejor manera de no olvidar es recordar estar mejor preparado la próxima vez.
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