Estas últimas semanas han sido turbulentas en materia de seguridad nacional, en particular por los continuos ataques contra lanchas rápidas en el Caribe que, según la administración Trump, transportan drogas con destino a los Estados Unidos.
Aún está por verse si esa doctrina de ”disparar a matar", ejecutada sin previo aviso ni oportunidad de rendirse, podrá resistir el escrutinio del Congreso y del poder judicial a través del tiempo.
Sin embargo, lo que verdaderamente ha causado conmoción es el denominado ataque doble que acabó con la vida de dos presuntos narcotraficantes que se aferraban a los restos de su embarcación.
Son muy pocos los analistas que han tenido acceso al video de ese segundo ataque, y cabe esperar que se difunda pronto para que un grupo más amplio de observadores pueda emitir un juicio más fundamentado sobre si fue justificado.
Tal vez, como era de esperar, entre las figuras del Congreso que han visto las imágenes del segundo ataque, existe un fuerte desacuerdo.
Los líderes demócratas sostienen que es muy preocupante y que podría constituir un crimen de guerra que amerita una investigación exhaustiva.
Por su parte, los republicanos de alto rango adoptan una postura de indiferencia, sosteniendo que fue totalmente justificado el ataque porque los dos sobrevivientes seguían de alguna forma “en combate” aunque no contaban con armas, radios ni aeronaves en condiciones de volar. Es una prueba de Rorschach en todos sus aspectos.
Esperamos ver un enfoque bipartidista por parte de los Comités de Servicios Armados del Senado y la Cámara de Representantes, que son los cuerpos principales de supervisión del ejército.
En especial, espero que los líderes del comité del Senado, Roger Wicker (exjuez auditor general de la Fuerza Aérea y teniente coronel retirado) y Jack Reed (graduado de West Point y exoficial del Ejército), lleven a cabo una investigación completa, que incluya el video del segundo ataque, el audio de ambos ataques y el asesoramiento de los comandantes y los jueces auditores generales involucrados, bajo juramento.
No obstante, es importante recordar por qué todo esto es tan relevante para nuestra nación.
Se trata de un tema con el que he lidiado a lo largo de mis 37 años de carrera en la Marina, entre ellos los tres años que pasé en ese teatro de operaciones como jefe del Comando Sur de EE. UU., supervisando numerosas operaciones antinarcóticos en las que, de forma rutinaria, interceptábamos, registrábamos y confiscábamos toneladas de cocaína que se dirigían a Estados Unidos.
Adicionalmente, durante mi etapa como comandante supremo aliado de la OTAN, también me preocupaban enormemente cuestiones como los daños colaterales, el trato a los prisioneros (tanto en Guantánamo como en las instalaciones de Bagram, en Afganistán) y la conducta general durante la guerra.
Primero, la idea de aceptar la rendición de un enemigo, por muy despreciable que sea, constituye un imperativo moral y ético. Todos hemos crecido sabiendo que no se debe continuar atacando a un oponente cuando ya está en el suelo.
Eso en la guerra significa que no acribillamos a los supervivientes que están en el agua tras hundir su barco, ni les disparamos a los pilotos que saltan en paracaídas desde un avión que hemos derribado con misiles antiaéreos, ni les damos un tiro en el pecho y otro en la cabeza cuando ya están inconscientes por el impacto de una granada.
Segundo, cumplimos la ley. La guerra, aunque inherentemente cruel y caótica, se rige por un amplio conjunto de leyes (tanto nacionales como internacionales); tratados de los que nuestra nación es signataria (por ejemplo, las Convenciones de Ginebra); nuestras propias políticas sobre el trato a los combatientes enemigos; y nuestras normas de combate vigentes y promulgadas.
En otras palabras, existen leyes y normas que rigen la guerra, y cuando aparentemente las violamos, debemos investigar y determinar si actuamos correctamente.
Un tercer aspecto, frecuentemente pasado por alto, de por qué damos tregua es pragmático: la inteligencia. Al capturar a nuestros oponentes abatidos, podemos interrogarlos (donde, de nuevo, se aplican las reglas) y obtener información muy necesaria y, a menudo, muy útil.
Los narcotraficantes que flotaban en el agua en septiembre sabían cosas: la ubicación de los centros logísticos, las rutas, las paradas de repostaje, el próximo barco con el que se encontrarían, las personas que les pagaban y mucho más. Al capturarlos en lugar de matarlos, podemos recopilar esa información sobre toda la red corrupta, aplicarle ingeniería inversa y desmantelarla.
Cuarto, está la cuestión de la reciprocidad. Si fueran dos Navy SEALs flotando en los restos de su pequeña embarcación o rescatados de su sumergible por los norcoreanos, desearíamos que recibieran un trato humano y fueran capturados, no asesinados a tiros cuando no tenían medio alguno para resistirse.
Si bien nunca existe la garantía de que nuestros adversarios sigan nuestro ejemplo, considero que estamos en una mejor posición para garantizar la seguridad de nuestra propia gente si elegimos el camino más noble y los capturamos en vez de matarlos siempre que sea posible.
Quinto, la perspectiva global de todo este asunto. Cuando EE.UU. ha estado involucrado en crímenes de guerra, por ejemplo, la masacre de My Laien Vietnam, el escándalo de abusos a prisioneros de Abu Ghraib o los asesinatos de Haditha en Irak, el mundo ha estado observando de cerca.
Investigamos cada uno de esos escenarios y encontramos diversos grados de culpabilidad, con algunos participantes exonerados y otros sancionados. Pero la cuestión es que no tuvimos miedo de investigar a fondo y determinar la responsabilidad, sin temor ni favoritismo. Necesitamos modelar el comportamiento que esperamos de una audiencia global, incluyendo a nuestros aliados, socios y amigos.
Espero que el Congreso, en particular los Comités de las Fuerzas Armadas del Senado y la Cámara de Representantes, investiguen a fondo este incidente. Si es necesario hacerlo a puerta cerrada por razones de seguridad y para proteger fuentes y tácticas confidenciales, que así sea.
Pero las razones para una mayor investigación parecen claras: debemos ser una nación que respeta el estado de derecho, incluso cuando se aplica a nuestros peores enemigos y criminales empedernidos.
Stavridis es decano emérito de la Facultad Fletcher de Derecho y Diplomacia de la Universidad de Tufts. Forma parte de los consejos directivos de Aon, Fortinet y Ankura Consulting Group.
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