Un hombre inspecciona un tanque ruso destruido en el pueblo de Dmytrivka, cerca de Kyiv, Ucrania.
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Bloomberg Opinión — Líbranos del mal. La frase es una de las partes más conocidas de una de las oraciones cristianas más antiguas. La mayoría de nosotros somos cautelosos a la hora de utilizar la palabra con “E” (de “evil”, mal) , porque las personas adultas saben que pocas cuestiones, o incluso personas, pueden caracterizarse de manera legítima como totalmente buenas o lo contrario, sino que se ubican en algún punto intermedio.

Sin embargo, parece difícil considerar al presidente ruso Vladimir Putin como algo distinto a una fuerza del mal. Es personalmente responsable de decenas de miles de muertes en Ucrania a través de una invasión no provocada y diseñada para cumplir con una visión de grandeza nacional y personal que no tiene ningún fundamento en la ley o la moral.

Igual de espantoso es que, mediante su estrangulamiento de los suministros de granos ucranianos, esté causando hambre y amenazando con la inanición a una parte cada vez mayor del hemisferio sur.

Por eso me duele decir que es difícil ver un desenlace de la catástrofe que castigue a Putin y a su nación como se merecen. O uno que devuelva al pueblo del presidente ucraniano Volodymyr Zelenskiy la seguridad y la prosperidad a las que tienen derecho.

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Hoy en día, en Gran Bretaña, las emociones al respecto son más intensas que en cualquier otro país europeo, salvo Polonia y los países bálticos. La gente como yo, que afirma su escepticismo sobre las perspectivas de una victoria ucraniana, es ampliamente ridiculizada como, en el mejor de los casos, “ultrarrealistas” (no pretende ser un término de adulación) y, en el peor, como apaciguadores. Nos quedamos despiertos por las noches, escudriñando los corazones y las mentes para ver si la evidencia justifica nuestros sombríos pronósticos.

En un famoso, o más bien notorio discurso ante una comisión del parlamento prusiano en 1862, Otto von Bismarck dijo: “No se decidirán las grandes cuestiones del día mediante discursos y decisiones mayoritarias”, sino mediante “Blut und Eisen”, es decir sangre y hierro. Nos gusta creer que las sociedades civilizadas del siglo XXI han avanzado más allá de esa brutal doctrina. Sin embargo, Putin está intentando demostrar que puede explotar la violencia extrema para asegurarse un papel mucho mayor en el escenario global que el que le confiere la estatura económica y política de Rusia.

El líder ruso desafía despectivamente el espíritu rector de naciones como Alemania, gigante industrial de Europa, que hace tiempo que renunció a los principios bismarckianos: Se ha identificado como una llamada “potencia civil”, renunciando a unas fuerzas armadas creíbles.

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Putin está librando un nuevo tipo de guerra asimétrica contra este pacifismo declarado. A largo plazo, un torpe ejercicio de la fuerza no puede sustituir al éxito económico y social. Una diferencia fundamental entre la Prusia de Bismarck y la Rusia de Putin es que el ejército de la primera estaba respaldado por una nación industrial en ascenso, mientras que la de ésta es una superpotencia de ayer. El PIB combinado de las naciones de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) es casi 30 veces mayor que el de Rusia, y su gasto en defensa es 15 veces mayor que el del Kremlin.

Sin embargo, para hacer frente a la agresión de Putin, Europa necesita liberarse de la esclavitud energética rusa y rearmarse. Ambas medidas requieren tiempo, durante el cual los soldados de Putin están avanzando en la región del Donbás. En este momento, incluso los aliados europeos mejor armados, o menos débiles (Gran Bretaña, Francia y Alemania) necesitarían meses para poner en el campo de batalla una sola división digna de entrar en combate.

El poderío y el compromiso de Estados Unidos son indispensables. R.D. Hooker Jr., antiguo decano del colegio de defensa de la alianza, escribió recientemente: “La OTAN debe tener la voluntad de competir, y EE.UU. debe liderar y animar”.

A corto plazo, la política de sangre y hierro de Putin parece estar teniendo éxito, porque incluso un ejército ruso torpe es más fuerte que el ucraniano. Mis amigos que ahora sirven en el ejército predijeron hace semanas que las fuerzas de Zelenskiy deberían ser capaces de impedir una conquista rusa absoluta de Ucrania. Sin embargo, siempre han sostenido también que las posibilidades de que Kiev vuelva a tomar el Donbás ocupado son “cero” (palabra de un general, no mía), independientemente del armamento que pueda suministrar Occidente.

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Rusia está fortaleciendo los territorios que ha tomado. A pesar de las impresionantes pérdidas de su ejército y de su baja moral, Putin todavía tiene a su disposición un amplio inventario de armas no utilizadas, algunas de ellas horribles. Sólo la intervención militar directa de Occidente ofrece la posibilidad de inclinar las probabilidades de manera decisiva en contra de Rusia.

Hay razones para que los buques de guerra estadounidenses y aliados escolten a los barcos que transportan grano ucraniano hacia y desde Odesa, desafiando a Putin a que les dispare. Sin embargo, en la actualidad, la administración del presidente Biden parece recelosa de dar este paso, que podría precipitar una guerra más amplia. Es casi impensable que las fuerzas estadounidenses se comprometan directamente.

Muchos estadounidenses, no todos ellos republicanos, piensan que su país ya está apostando demasiado en Europa, en un momento en el que China sigue siendo el adversario más peligroso. La frustración de los objetivos nacionales a lo largo de dos décadas en Irak, Libia y Afganistán hace que los escépticos no estén dispuestos a ver a EE.UU. comprometerse de nuevo en una lucha desordenada en un país lejano que cuesta sangre y dinero, y a la vez asegura poca gloria.

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Las ópticas interna de otra guerra estadounidense infructuosa tendrían un aspecto terrible. Putin, pensando a largo plazo como siempre, seguramente está calculando que las elecciones presidenciales de 2024 devolverán a la Casa Blanca al expresidente Donald Trump o a un clon de Trump, opuesto a enredos más profundos (quizás a cualquier enredo) representado por un enfrentamiento europeo con Rusia.

Una retirada de EE.UU. de Europa dejaría a Ucrania dependiente del apoyo militar, político y económico europeo, una perspectiva ciertamente sombría, ya que EE.UU. le suministra más del 80% de su ayuda. La mayor parte de Europa está vergonzosamente desesperada por alcanzar un acuerdo que desactive su crisis energética antes de que llegue el invierno boreal.

Más allá de lo que se haga para preservar una fachada de unidad continental contra Putin, no hay un sentido de acero real detrás de la retórica de la mayoría de los gobiernos europeos.

Gran Bretaña sacrificó casi toda su influencia sobre los líderes del continente cuando abandonó la Unión Europea, un acto que sabemos que envalentonó significativamente al Kremlin, porque puso de manifiesto la debilidad y la división a nivel continental. Francia parece extraordinariamente poco dispuesta a romper decisivamente con Rusia.

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Hace cinco años, la canciller alemana Angela Merkel era aclamada como la principal estadista de Europa. Hoy es ampliamente criticada por haber abrazado a Rusia como socio fiable y proveedor de energía. Es difícil rebatir el argumento, al haber renunciado también a la energía nuclear en aras de la virtud ecológica, convirtiendo a una de las mayores naciones industriales del mundo en rehén de Moscú.

Luego está la amenaza poco velada de Putin de recurrir a las peores armas de todas. Algunos espíritus audaces sostienen que no podemos permitirnos sucumbir indefinidamente a un farol nuclear ruso o chino. En su lugar, debemos luchar; si es necesario, comprometer a nuestros propios soldados, desafiando a los matones con armas nucleares para que lo hagan.

El caso parece ciertamente inexpugnable para estacionar fuerzas creíbles de la OTAN en Polonia y los países bálticos de forma permanente, para disuadir y, si es necesario, resistir una nueva agresión rusa.

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Sin embargo, algunos de nosotros seguimos dudando a la hora de desafiar a los rusos a utilizar sus armas nucleares. Independientemente de las medidas que se adopten a largo plazo para reforzar la OTAN, sigue siendo difícil identificar los medios para frustrar el objetivo inmediato de Putin de reducir la parte de Ucrania a un estado fallido.

Mientras Rusia sigue devastando el país de Zelenskiy (según las últimas estimaciones, ha infligido más de US$100.000 millones en daños a las infraestructuras, y la cuenta sigue), el propio dominio de Putin sigue siendo inviolable. De hecho, el Kremlin hace amenazas funestas sobre las consecuencias si las fuerzas ucranianas o las potencias occidentales realizan ataques serios contra objetivos en suelo ruso.

Es monstruosamente injusto que una de las partes de un conflicto ejerza una licencia para causar estragos en la otra, mientras que ella misma permanece físicamente impermeable. Pero éste es un elemento de la actividad bélica de Rusia que sólo se ve desafiado por las sanciones económicas occidentales. Putin puede caracterizar cualquier asalto a la propiedad rusa como una amenaza existencial, lo que justificaría su despliegue de armas de destrucción masiva.

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En el clima emocional que prevalece actualmente en Gran Bretaña (mucho más que en EE.UU., donde la lucha parece más remota en todos los sentidos) se considera que gran parte de lo que he escrito más arriba constituye un innoble derrotismo. Los optimistas dicen: Con más armas occidentales, los valientes ucranianos aún pueden revertir la marea; Putin podría ser depuesto; los gobiernos europeos continentales aún pueden mostrar más agallas de las que les atribuyo.

Como historiador de la Segunda Guerra Mundial, soy consciente del número de personas inteligentes, incluidos generales y ministros, que, en el verano boreal de 1940, tras el desastre militar de Dunkerque, concluyeron que Gran Bretaña no tenía otra opción que llegar a un acuerdo con Hitler, porque no había ninguna perspectiva racional de derrotarlo militarmente.

El duque de Bedford escribió al ex primer ministro David Lloyd George el 15 de mayo, afirmando que la paz debía hacerse “ahora y no más tarde” porque la fuerza de Hitler era “tan grande... que es una locura suponer que podemos vencerlo”. Esta opinión era compartida por su corresponsal, que había dirigido el gobierno británico en la victoria de la Primera Guerra Mundial.

Lord Halifax, el secretario de Asuntos Exteriores, le dijo a Winston Churchill (entonces primer lord del Almirantazgo) que si el dictador italiano Benito Mussolini podía negociar con Hitler unos términos “que no postularan la destrucción de nuestra independencia, seríamos unos insensatos si no los aceptáramos”.

Durante la evacuación de Dunkerque, el director de la inteligencia militar británica dijo a un corresponsal de la BBC: “Estamos acabados. Hemos perdido el ejército y nunca tendremos la fuerza para construir otro”. Muchos estadounidenses se convencieron de que Gran Bretaña estaba condenada.

Esas personas pesimistas tenían toda la razón, racionalmente. Pero hoy podemos ver, y celebrar, la sabiduría superior de Churchill, al comprender el hecho de que el nazismo representaba un mal tan absoluto que no podía haber ningún compromiso con sus líderes; hay que combatirlos hasta el último suspiro, incluso contra la marea de la razón.

Dado que en un principio afirmé que Putin también representa el mal (y ahora también la megalomanía, dada su comparación con el zar Pedro el Grande), existe un argumento de principio para que sigamos el ejemplo de 1940, al seguir insistiendo en que nada menos que la derrota y la expulsión de Rusia de Ucrania puede constituir un resultado aceptable. Personas a las que respeto, tanto en Gran Bretaña y EE.UU. como en Kiev, se adhieren a esta opinión.

Entre ellos está Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, que cree que Ucrania y sus aliados deben luchar hasta que Rusia sucumba a la inmensa presión económica que se ejerce contra ella, y/o que Putin sea derrocado del poder por su propio pueblo, horrorizado por el costo de su invasión. Occidente “debe defender una norma internacional fundamental: que las fronteras no pueden ser alteradas por la fuerza”.

Sin embargo, el análisis de Haass deja claro que él tampoco ve ninguna posibilidad de que las fuerzas ucranianas hagan retroceder a Rusia a sus posiciones anteriores a la guerra, ni de que las sanciones obliguen al país a ceder.

Por desgracia, gran parte del mundo permanece indiferente a la lucha. La India destaca tanto por su disposición a comprar el petróleo barato de Rusia como por su negativa a condenar al Kremlin. China sigue apoyando a Moscú y también compra su energía sancionada.

Es casi seguro que Putin ha renunciado a su objetivo inicial de extinguir a Ucrania como Estado soberano. Pero parece probable que cumpla sus esperanzas de lograr su partición de facto. Sigue convencido de que el blando Occidente decidirá tarde o temprano que sus comodidades, y sobre todo sus necesidades energéticas y el miedo a sus armas nucleares, le obligarán a aceptar.

El reto histórico para Occidente es demostrar que este cálculo es erróneo, porque su éxito supondría un golpe estremecedor para la causa de la democracia, la libertad y la justicia en el siglo XXI. Zelenskiy debe confiar en la política obstinada de Churchill: KBO (“Keep Buggering On”) (una expresión inglesa popularizada Churchill) y rezar para que aparezca algo. Occidente debe seguir proporcionándole armas y apoyo económico, no sólo mientras Kiev siga luchando, sino mucho más allá.

Si no hay esperanza a corto plazo de vencer a Putin. Las sanciones económicas y el aislamiento social, especialmente de los amigos oligarcas del Kremlin, deben mantenerse durante años, junto con una enorme inyección de fondos para reforzar la OTAN. Es vital mostrar al pueblo estadounidense, así como a la administración Biden, que el liderazgo y el apoyo de EE.UU. a Ucrania son debidamente valorados y respetados por los europeos. Sin ellos, nuestra situación sería realmente grave.

Hoy debemos reconocer lo escasas que son las perspectivas de liberar a Ucrania del mal sólo con medios militares. Pero mañana, o el próximo año o la próxima década, si la estrategia de sangre y hierro de Putin triunfa, el éxito histórico de las democracias de Europa Occidental se convertirá en algo vacío.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.