Bloomberg Opinión — La semana pasada, el gobierno del presidente Joe Biden anunció una normativa que hará prácticamente imposible la venta de las anticuadas bombillas incandescentes. Las bombillas LED (siglas en inglés para diodo emisor de luz), mucho más eficientes energéticamente y capaces de durar 50 veces más, ocuparán su lugar.
Alégrese si quiere, pero la historia nos ofrece un cuento de advertencia. Hace casi un siglo, un grupo de fabricantes conocido como el Phoebus Cartel (Cartel de Phoebus) se confabuló para fabricar bombillas de calidad inferior y corta duración. Este lamentable episodio ayuda a explicar por qué las regulaciones actuales, bien intencionadas, pueden ser contraproducentes.
La historia de la bombilla comienza en 1802, cuando el químico británico Humphrey Davy hizo pasar electricidad por un filamento de carbono para producir una forma rudimentaria de iluminación. En las décadas siguientes, diferentes inventores encerraron filamentos en bombillas de cristal para producir luz. Pero ninguno resultó práctico ni comercialmente viable.
En 1878, Thomas Edison patentó una bombilla que utilizaba un filamento de bambú carbonizado. Esto ayudó a lanzar la industria de la iluminación, aunque los filamentos de tungsteno pronto demostraron ser muy superiores, convirtiéndose en algo común a principios del siglo XX.
Para entonces, la iluminación se había convertido en un negocio global competitivo repleto de fabricantes. En respuesta, las empresas comenzaron a coludirse para fijar los precios y repartirse los mercados. Entonces llegó el cártel que los gobernaba a todos: Phoebus.
La primera reunión de esta oscura organización tuvo lugar a orillas del lago de Ginebra (Suiza) en la víspera de Navidad de 1924. Los asistentes se autodenominaron “Convención para el Desarrollo y el Progreso de la Industria Internacional de Lámparas Eléctricas de Incandescencia”. Pero Phoebus, del latín y del griego “brillante”, sonaba mucho mejor. El nombre se mantuvo.
Los grandes actores dominaban gran parte del mercado en aquella época: La alemana Osram, por ejemplo, junto con la holandesa Philips (PHG), la Compagnie des Lampes de Francia y Tokyo Electric (9501) de Japón. Todos ellos participaron en la creación de Phoebus, al igual que General Electric (GE), que trabajó a través de filiales en el extranjero para evitar el escrutinio antimonopolio.
El documento rector del cártel afirmaba que se había formado para aumentar la “eficacia del alumbrado eléctrico y el uso de la luz en beneficio del consumidor”. Esto no era del todo falso: el cártel acorraló a las empresas miembros para que adoptaran el casquillo de bombilla E24, ahora estándar, por ejemplo.
Pero velar por el consumidor no era la principal preocupación del cártel. En los años 20, los fabricantes de bombillas tenían dificultades para ganar dinero debido a la intensa competencia. Resolvieron este problema mediante una serie de manipulaciones del mercado, definiendo mercados geográficos e imponiendo cuotas de ventas.
También había un problema mayor que afectaba a su negocio. Tras años de trabajo, las bombillas podían durar miles de horas. De hecho, algunas de esta época siguen funcionando hoy en día. Era un modelo de negocio terrible.
El cártel decidió tomar medidas. Después de pasar años alargando la vida útil de las bombillas, las empresas del cártel trabajaron ahora para acortarla. Formaron un grupo de trabajo conocido como el “Comité de las 1.000 horas de vida” encargado de construir una bombilla inferior. La historia real de Phoebus, descubierta por primera vez por el historiador Markus Krajewski, era más extraña que la ficción.
El cártel invirtió recursos en el proyecto, desarrollando los conocimientos técnicos necesarios para fabricar bombillas de menor calidad de forma predecible y constante. Estos esfuerzos fueron acompañados de un sistema de auditoría diseñado para obligar a los fabricantes a ajustarse al objetivo de las 1.000 horas.
La pieza central de este sistema era un acuerdo firmado a finales de la década de 1920 que obligaba a las fábricas que trabajaban para el cártel a enviar muestras de bombillas a un laboratorio suizo. Allí, los técnicos sometían las muestras a una forma perversa de control de calidad, probando su vida útil abreviada.
Si las muestras duraban entre 800 y 1.750 horas, la fábrica podía vender el resto del lote sin penalización. Pero si las bombillas duraban entre 1.750 y 2.000 horas, la empresa culpable debía pagar una multa de 20 francos suizos por cada 1.000 bombillas vendidas. Las multas aumentaban cuanto más tiempo duraran las bombillas: las muestras que duraran más de 3.000 horas serían multadas a razón de 200 francos por cada 1.000 bombillas vendidas.
El sistema funcionaba. Las bombillas habían durado una media de 2.500 horas antes de la formación del cártel. Una década después, Phoebus había reducido esa cifra a 1.200.
Algunos miembros trataron de hacer trampa, vendiendo bombillas de larga duración desafiando a Phoebus. Esto no sentó bien a los cerebros del cártel. Anton Philips, que dirigía la empresa del mismo nombre, denunció lo que llamaba “mejoras” de las bombillas para eludir las restricciones del cartel.
En una airada carta dirigida a un ejecutivo de General Electric, Philips describió la venta de tales bombillas como “una práctica muy peligrosa [que] está teniendo una influencia muy perjudicial”, socavando “los esfuerzos muy denodados que hicimos para salir de un periodo de lámparas de larga duración...” Philips advirtió que un día el cartel se vería obligado a “suministrar lámparas de vida muy prolongada”. ¡El horror!
Aunque el cártel acabaría por deshacerse en 1940, su extraño legado sigue vivo: la vida media de una bombilla incandescente sigue estancada en torno a las 1.000 o 1.200 horas. En general, la estrategia de obsolescencia planificada de la que fue pionera Phoebus se convirtió en la norma de toda la economía de consumo.
A primera vista, la degradación del rendimiento de las bombillas incandescentes sólo subraya el argumento para cambiar a los LED. Pero eso ignora las implicaciones más amplias de esta extraña fechoría empresarial.
Consideremos, por ejemplo, que la industria actual de la iluminación LED se asemeja al negocio de las bombillas incandescentes de hace un siglo: un mercado hipercompetitivo que comercializa un producto que se promociona como eterno. La encarnación moderna de Philips, por ejemplo, afirma que su producto dura 50.000 horas.
Puede que sea cierto, al menos por ahora. Pero, como han entendido las empresas que están detrás de Phoebus, vender bombillas que nunca se funden no es un modelo de negocio viable. En consecuencia, los fabricantes de LED pronto se enfrentarán a una desagradable elección: cerrar el negocio o acortar la vida útil de las bombillas, socavando drásticamente las pretensiones ecológicas de la tecnología.
Si eso ocurre, puede que impulsar los LED no resulte una idea tan brillante después de todo.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.
Este artículo fue traducido por Andrea González



