El presidente Joe Biden tiene que definir su política en Medio Oriente. Las negociaciones para lograr un alto el fuego en Gaza se encuentran en una fase decisiva.
En Yemen, los ataques de los hutíes están interrumpiendo el tráfico marino y tensando la armada de EE.UU. Además, el apoyo de Biden a Israel se mantiene firme, aunque tras meses de crecientes tensiones, su relación con Benjamin Netanyahu está cambiando.
Mientras se acerca el mes de noviembre, esta guerra que está teniendo trágicas repercusiones humanitarias está perjudicando la posición del presidente entre sus partidarios progresistas.
Ahora bien, las situaciones en Medio Oriente siempre podrían ser más complejas, y peores, y lo más probable es que lo sean. Esta guerra en Gaza puede ser solo el preludio de otros dos conflictos que resultarían aún más desastrosos.
En primer lugar, el riesgo de una guerra entre Israel y Hezbolá, el movimiento militante del Líbano. Cuando ambos combatientes se enfrentaron en el año 2006, la región meridional libanesa quedó devastada.
A partir de entonces, las autoridades de Israel han visto con preocupación cómo Hezbolá, una organización paramilitar de primer orden, comparable a Hamás con esteroides, ha adquirido armamento más avanzado, incluyendo al parecer unos 150.000 cohetes.
Tras los atentados del 7 de octubre, el gobierno de Netanyahu se planteó atacar preventivamente a Hezbolá temiendo que dicho grupo se aprovechase de las inquietudes israelíes con respecto a Hamás.
No obstante, los israelíes desistieron, en parte gracias a que Biden desplegó una gran fuerza naval para mostrar a Israel, y a todo el mundo, que EE.UU. le protegía sus espaldas. Pero no se ha conseguido solucionar el problema de fondo.
Pocos ciudadanos israelíes quieren correr el riesgo de que Hezbolá pueda hacerles lo que Hamás les hizo a sus compatriotas en el sur.
Muchas comunidades del norte de Israel se han convertido en pueblos fantasmas; decenas de miles de residentes viven en otros lugares o simplemente se han mudado. Israel se enfrenta a una reducción de facto de su territorio nacional, algo que ningún gobierno, ni el de Netanyahu ni el de cualquier sucesor plausible, puede aceptar.
El resultado ha sido un violento ir y venir, por debajo de una guerra abierta pero cada vez más cerca de ella. Hezbollah está utilizando cohetes antitanques y otras armas para atacar a soldados y civiles israelíes. Israel está respondiendo con ataques contra la infraestructura militar de Hezbolá, algunos de sus comandantes clave y sus patrocinadores iraníes.
El más dramático fue el reciente ataque aéreo del 1 de abril que mató a altos funcionarios del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica en el consulado de Teherán en Damasco, y provocó amenazas siniestras, aunque vagas, de represalias por parte de Irán.
Una guerra total entre Hezbolá e Israel sería en un orden de magnitud más destructiva que el conflicto en Gaza. Como Hezbolá es el aliado más importante de Irán, también podría atraer a Teherán.
Hezbollah y su líder, Hassan Nasrallah, tienen buenas razones para evitar un conflicto de ese tipo, entre ellas los ataques que recibió la organización en 2006. Pero es posible que Nasrallah no quiera retirar a sus combatientes al río Litani, en el sur del Líbano, como Israel exige.
Cuenten con esto: se avecina una crisis en la frontera norte de Israel, probablemente una vez que terminen los combates más intensos en Gaza y el gobierno israelí pueda centrar su atención en otras amenazas. Aún no está claro si ese conflicto se resolverá mediante un compromiso diplomático, del tipo que el equipo de Biden pretende mediar, o por la fuerza, como amenazan los funcionarios israelíes.
La segunda crisis también involucra a Irán, al igual que gran parte de los problemas de Medio Oriente. Irán, al igual que Hezbolá, preferiría evitar un enfrentamiento a gran escala con Israel y Estados Unidos. Pero eso se debe en parte a que el status quo ofrece muchas ventajas.
El caos en Medio Oriente está impidiendo, aunque sea temporalmente, el acercamiento entre los enemigos clave de Irán: Israel y Arabia Saudita. Permite a los hutíes, a quienes Teherán armó y empoderó, provocar y desangrar a Estados Unidos. También crea una cortina de humo detrás de la cual Irán puede empujar hacia una bomba.
A pesar de algunos vaivenes recientes, el programa nuclear de Irán está ahora tan maduro que Teherán podría tener suficiente uranio altamente enriquecido para quizás tres armas nucleares en tan sólo dos semanas.
Fabricar un arma nuclear utilizable llevaría más tiempo, tal vez un año, y no hay pruebas contundentes de que Irán esté tomando las medidas necesarias. Pero las preocupaciones sobre este punto están creciendo: en marzo, The Guardian informó que “en los últimos meses, altas figuras iraníes han cuestionado el compromiso de Teherán con un programa nuclear exclusivamente civil”.
El general Michael Kurilla, jefe del Comando Central de Estados Unidos, dice que una bomba iraní “cambiaría Oriente Medio... para siempre”. Le daría a Teherán un escudo nuclear detrás del cual podría apoyar a sus representantes y coaccionar a sus enemigos. Aterrorizaría a los líderes de Jerusalén, Riad, Abu Dabi y otros lugares. Remodelaría la dinámica de poder regional incluso si Teherán nunca disparara un misil con ojiva nuclear.
Es posible que Estados Unidos e Israel pronto tengan que decidir si permiten que Irán siga avanzando lentamente hacia la línea de meta nuclear o lo detienen usando medidas más duras, desde sanciones más fuertes hasta ataques militares.
La administración Biden ha guardado silencio sobre la situación nuclear iraní. Quizás esté intentando, entre bastidores, negociar algún acuerdo de suspensión de pagos. O tal vez no tiene buenas respuestas para un desafío endiabladamente difícil y está tratando de concentrarse en un problema a la vez.
Cualquiera sea el caso, es una ilusión esperar que el fin de la guerra en Gaza conduzca a una descompresión regional sostenida. Lo más probable es que marque el comienzo de las peligrosas próximas fases de una profunda y prolongada crisis de seguridad en Oriente Medio.
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