Vladimir Putin
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Bloomberg Opinión — La maquinaria de propaganda de Putin ha construido una imagen de Rusia como una nación poderosa con un líder indomable y un ejército disciplinado, rodeado de enemigos y luchando por asegurar el futuro de la patria. No importa que haya sido Rusia la que invadió Ucrania, las abundantes pruebas de que soldados rusos han saqueado y violado, o que lo que se suponía que iba a ser un ataque relámpago sin mayores bajas se haya convertido en una costosa guerra de desgaste. Los carteles publicitarios en las carreteras con retratos de soldados caídos llevan el eslogan “héroe de la victoria”, aunque no hay ningún triunfo real del que hablar. Un eslogan popular se traduce aproximadamente a lo siguiente: “no dejamos a ninguno de los nuestros en el camino”. No obstante, las fuerzas armadas lo hacen habitualmente, abandonando cadáveres en el barro o en morgues ucranianas improvisadas.

El Kremlin mantiene su relato oficial. Pero a medida que la guerra se prolonga y los objetivos cambian, hay una verdad incómoda que incluso Putin tendrá cada vez menos fácil silenciar: los que no regresan a casa. Para él, ningún grupo es tan difícil de ignorar como las madres, esposas e hijas de los soldados, especialmente si los ánimos se caldean con las dificultades económicas generalizadas. Su ira y su dolor han contribuido a espolear la opinión pública en el pasado, empañando la imagen de las fuerzas armadas y del Estado ruso. Es algo que puede volver a suceder.

Las pérdidas de Rusia en Ucrania ya son asombrosas, aunque el ritmo se ha ralentizado en comparación con los desastrosos primeros días. Es difícil tener precisión porque no hay cifras oficiales del Ministerio de Defensa desde el 25 de marzo, e incluso entonces inevitablemente se subestimaban, diciendo que 1.351 miembros del servicio ruso habían muerto. Ucrania calcula unos 30.000 muertos rusos, probablemente una sobreestimación. Pero incluso si la realidad estuviera más cerca de la mitad de esa cifra, como calculó el secretario de defensa británico en abril, no estaría muy lejos del número que la Unión Soviética perdió oficialmente en su conflicto en Afganistán, que duró una década. Y la cifra va en aumento.

Ya hemos visto el poder de las madres. En los años ochenta, los cadáveres regresaban de Afganistán en ataúdes de zinc sellados y en las lápidas sólo se leía “muerto en cumplimiento de su deber internacionalista”. Ayudadas por las libertades de la glasnost, las madres, enfadadas, empezaron a exigir información. Hicieron una campaña activa contra la dedovshchina, las brutales novatadas que sufrían los jóvenes reclutas, y obligaron al ejército soviético a dar respuestas por primera vez.

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El Comité de Madres de Soldados se mantuvo en primera línea durante la primera guerra de Chechenia, marchando a la capital, Grozny. En ese entonces, negociaron para traer a sus hijos a casa y reunieron pruebas sobre los muertos y heridos. La furia de las madres puso a Putin en el punto de mira por su respuesta desastrosa al hundimiento del submarino nuclear Kursk en 2000, con 118 personas a bordo. “¡Ganan US$50 al mes y ahora están atrapados en esa lata! ¿Para qué lo he criado? ¿Tienen hijos?”, gritó una madre dolorida a los funcionarios del Kremlin. Fue silenciada: imágenes de televisión mostraron cómo le inyectaban una sustancia y se desplomaba. Aunque más tarde negó haber sido sedada, la ira pública fue más difícil de calmar.

La situación será diferente en 2022.

La capacidad de presionar a los militares para que fueran transparentes a finales de los años ochenta, la influencia de las madres durante la guerra de Chechenia en los años noventa, e incluso los estallidos sobre Kursk, fueron posibles en un contexto de relativa libertad política y de prensa, gracias a las reformas de la perestroika y al caos posterior. No es casualidad que las madres tuvieran mucho menos éxito durante la segunda campaña de Chechenia, que tuvo lugar en los albores de la etapa de Putin. Hoy en día, la propaganda que glorifica a los caídos es total, así como el control de los medios de comunicación, y la tolerancia a cualquier tipo de protesta son escasos.

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Como me señaló Gulnaz Sharafutdinova, del King’s College de Londres, también está el hecho de que, a diferencia de lo que ocurrió en Afganistán o en la primera guerra de Chechenia, cuando la sociedad era más igualitaria y afectaba a familias de todo tipo, los implicados en este conflicto no son, en general, reclutas, sino soldados contratados, jóvenes que buscan una salida a la pobreza, procedentes de minorías étnicas y de regiones lejanas, con poco peso político.

Resulta revelador que en una lista de casi 1.100 víctimas mortales analizada por el servicio ruso de la BBC a principios de abril no figurara ni un solo hombre de Moscú, una ciudad de aproximadamente 13 millones de habitantes. Sólo había cinco de la región de Moscú y uno de San Petersburgo. Buriatia, una república con menos de un millón de habitantes, tenía 52 militares caídos. Daguestán, en el Cáucaso y con unos tres millones de habitantes, tenía 93.

Y la simple realidad es que una muerte es más fácil de manejar para las familias si es heroica, por lo que es más probable que acepten la explicación oficial, incluso cuando contrasta con su propia experiencia. Cuando la ganadora del Premio Nobel Svetlana Alexievich escribió su libro polifónico sobre los soldados de la guerra soviética en Afganistán y sus familias - “Boys in Zinc”, en honor a sus ataúdes- fue amenazada y finalmente demandada por varios de las personas de las que hablaba por calumnias y difamación. “Las madres de los hijos que habían muerto en Afganistán acudieron al juicio con retratos de sus hijos, con sus medallas e insignias”, escribió más tarde. “Y, a mí, las madres me dijeron: ‘No necesitamos su verdad, tenemos nuestra propia verdad’”.

Pero con cada baja, la ficción es más difícil de sostener, y las preguntas más acuciantes. Especialmente cuando los objetivos de la guerra siguen siendo oscuros.

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Ucrania ha visto la oportunidad. El presidente Volodymyr Zelenskiy ha apelado directamente a las madres rusas. El gobierno de Kiev ha creado una línea telefónica directa y gestiona un canal de Telegram y una página web con fotos de los capturados, para que las familias busquen a sus seres queridos, para que corran la voz.

Es un peligro que Putin reconoce y con el que ha luchado desde que sus planes para una guerra de tres días salieron mal a finales de febrero. Ha dicho repetidamente que no hay reclutas en el frente en Ucrania -el uso de reclutas en la batalla sigue siendo una cuestión muy delicada- y se ha resistido a la movilización masiva. Pero su Ministerio de Defensa ha tenido que reconocer que algunos reclutas han sido desplegados, y algunos capturados. Y ante las grandes pérdidas de tropas y equipos, Putin acaba de eliminar el límite de edad máximo para los soldados contratados. A medida que la lucha se prolonga, tendrá que recurrir a reservistas, o a un mayor número de personas que cumplan el servicio militar obligatorio. (Aunque lo más probable es que no sean las mujeres, que constituyen una ínfima parte de las fuerzas armadas y a las que, por lo general, no se les permite desempeñar funciones de primera línea).

Como señala Ben Noble, que estudia la política interior rusa en el University College de Londres, las bajas, al igual que las dificultades económicas, pondrán a prueba los límites de la propaganda y la represión del régimen, porque ambas son experimentadas directamente por los rusos de a pie, digan lo que digan los programas de televisión. Y habrá un punto de inflexión para ambos.

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Tres factores empeoran las cosas para Putin. Uno de ellos es que, incluso para los estándares de los autócratas, tiene dificultades con la empatía que lo podría ayudar a navegar por una crisis pública. Sólo encontró tiempo para visitar a los militares heridos tres meses después de la invasión de Ucrania, y la idea del Kremlin de la compasión presidencial fue una grabación de apretones de manos en un impecable hospital de Moscú donde nadie parecía estar particularmente enfermo. Como me dijo Noble, es un régimen personalista sin rostro humano.

Además, está el hecho de que, a diferencia de lo que ocurrió con la anexión de Crimea en 2014, el aumento del nacionalismo por parte de la opinión pública rusa registrado en las encuestas tras el inicio de los combates también muestra una importante ansiedad. Cuando se les preguntó en marzo qué sentían por la guerra, la mayoría mencionó primero el orgullo por Rusia, pero luego el miedo, la ansiedad y el horror. Para los encuestados más jóvenes, el miedo, la ansiedad y el horror fueron lo primero. Ya hay familiares descontentos que hablan y ataques a las oficinas de reclutamiento.

Por último, Putin hace hincapié en las mujeres como madres, mientras se enfrenta a la pésima demografía rusa y se apoya en opiniones tradicionalistas para frenar a la sociedad. Por ejemplo, ha tratado de restaurar el título soviético de “madre heroína” para las mujeres con familias numerosas. Es difícil glorificar para luego silenciar.

Las madres y las esposas no pueden derrocar a Putin ni poner fin a la lucha, del mismo modo que su angustia no forzó la salida de las tropas de Afganistán ni acabó con la Unión Soviética. Pero su dolor y el creciente número de bajas -que los medios de comunicación estatales no pueden disimular sólo con una cobertura laudatoria- empañan al ejército y al Estado con consecuencias imprevisibles.

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“Nos hemos acostumbrado a vivir en dos niveles, uno según lo que leemos en los libros y en la prensa, y el otro -totalmente diferente- según nuestra propia experiencia”, dijo una mujer a Alexievich, después de que se publicaran extractos de su libro.

“Todo lo que escribiste era cierto, excepto que la realidad era aún más terrible”.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg LP y sus propietarios.