En octubre de 1996, durante la última conferencia del partido antes de las elecciones que lo harían primer ministro del Reino Unido, Tony Blair trató de definir la esencia del Nuevo Laborismo (New Labour).
Empezó comparando su partido con el gobierno conservador agonizante, antes de resumir sus tres prioridades para el poder. Por orden, eran “educación, educación y educación”. Los aplausos fueron ensordecedores y, a diferencia de los aplausos en las últimas reuniones laboristas, genuinos.
La idea de que “la educación es la mejor política económica” constituyó el núcleo del acuerdo progresista con el mercado. El presidente Bill Clinton aseguró que “la era de la información es, en primer lugar, una era de la educación”.
El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) insistían en que la educación es la clave del crecimiento y la inclusión. Las universidades disfrutaron del mayor periodo de expansión de su historia, al tiempo que los gobiernos se esforzaban por garantizar que la mitad de los jóvenes obtuvieran un título universitario.
Pues bien, este es el último mensaje sobre educación de la élite empresarial: coge tu título universitario y métetelo por donde te quepa.
Amazon.com Inc. (AMZN), una de las compañías que marcan tendencia en el mundo de los negocios, anunció hace poco que va a despedir a prácticamente el 10% de su plantilla.
Otras empresas que han decidido tomar medidas drásticas son consultoras (Booz Allen Hamilton (BAH)), fabricantes de automóviles (General Motors Co. (GM)), minoristas (Target Corp. (TGT)) y empresas de servicios (United Parcel Service Inc. (UPS)).
Los graduados se enfrentan al mercado laboral más desafiante en años, con la desaparición de puestos de trabajo para los recién titulados y los summa cum laude luchando por las migajas. Ya ni siquiera los recién doctorados en economía obtienen una tasa de empleo del 100%.
No obstante, al mismo tiempo, están proliferando las oportunidades para los trabajadores cualificados. Las compañías informan de la escasez de trabajadores en los sectores de la salud, la hostelería y, lo que es más importante, la ingeniería y la construcción.
El CEO de Ford Motor Co. (F), Jim Farley, señaló en una publicación de LinkedIn el pasado mes de junio sobre “la economía esencial” que en EE.UU. hay un déficit de 600.000 trabajadores de fábrica y 500.000 trabajadores de la construcción, y que se necesitarán 400.000 técnicos de automóviles durante los próximos tres años.
El motivo de esta asimetría entre los empleos de oficina y los obreros es simple. El acelerado avance de la inteligencia artificial. Esta tecnología está automatizando amplios sectores del trabajo cognitivo, partiendo de tareas rutinarias como el llenado de formularios y el reconocimiento de patrones, y desplazándose rápidamente hacia arriba en la cadena de valor para abarcar tareas más creativas.
Sin embargo, al mismo tiempo, se requiere un gran número de trabajadores para construir la infraestructura física de la nueva economía de la IA, como las granjas de servidores, los centros de datos y demás.
Un nuevo informe del Buró Nacional de Investigación Económica (NBER, por sus siglas en inglés) analiza el impacto de la innovación tecnológica en la demanda laboral a lo largo de dos siglos.
Los autores concluyen que, hasta ahora, la innovación ha incrementado sistemáticamente la demanda de empleos con mayor nivel educativo, salarios más altos y una mayor proporción de mujeres trabajadoras. Al mecanizar el trabajo cognitivo, la IA podría ser la primera gran tecnología en revertir esta tendencia.
Los investigadores proyectan que, durante la próxima década, la demanda de empleos de alta cualificación disminuirá en relación con los empleos de salario medio un 0,59% anual para directivos, un 0,29% para profesionales y un 0,85% para puestos administrativos.
Los empleos con una mayor proporción de mujeres trabajadoras se contraerán un 0,53% anual en relación con los empleos predominantemente masculinos.
Los trabajadores de oficina que sobrevivan a la crisis laboral probablemente no saldrán indemnes.
Jensen Huang, CEO de Nvidia Corp. (NVDA),predice que la fuerza laboral del futuro estará compuesta por una combinación de “humanos digitales” y “biológicos”, ya que las empresas invierten billones de dólares en contratar, capacitar y desplegar enfermeros, contadores y especialistas en marketing digitales.
Los trabajadores de oficina restantes no solo tendrán que soportar la vigilancia y el escrutinio constante de las máquinas, sino que también deberán competir con “humanos digitales” que nunca se cansan, nunca tienen problemas familiares y nunca exigen un aumento de sueldo.
Sin embargo, un vistazo a la historia demuestra que una élite educada y alienada es dinamita social. No hay ira comparable a la de quienes han visto sus expectativas de una vida plena estrellarse contra la dura realidad. Y no hay grupo más peligroso que aquel con capacidad de organización y agitación.
El politólogo Samuel P. Huntington, de la Universidad de Harvard, incluso propuso una regla: cuanto mayor es el nivel educativo de la persona desempleada o alienada, más extremo es el comportamiento desestabilizador que se produce.
Tanto la revolución francesa como la rusa fueron, en gran medida, obra de personas instruidas que no encontraron en la sociedad un lugar a la altura de sus expectativas.
Alexis de Tocqueville denominó a la Revolución francesa una revolución de expectativas crecientes. Voltaire afirmó que “fueron los libros los que lo hicieron posible”.
Vladimir Lenin y León Trotsky provenían de una larga estirpe de intelectuales rusos alienados que combinaban sueños utópicos con una inclinación por el terrorismo.
El radicalismo no surgió únicamente de la izquierda.
El Partido Nazi reclutó a sus cuadros, en su mayoría, de la burguesía ilustrada, cuya riqueza se había visto mermada por la gran inflación de principios de la década de 1920 y que se sentía amenazada por el movimiento obrero organizado. Quizás una cuarta parte de los profesores universitarios alemanes pertenecían al Partido Nazi, una proporción mayor que en la población general.
La división de élite de las SS de Heinrich Himmler se nutrió, en su mayoría, de graduados universitarios y otros profesionales con estudios superiores.
Este patrón se repite en revoluciones más recientes.
La Primavera Árabe fue impulsada principalmente por graduados universitarios que descubrieron que sus años de estudio no les servían para conseguir empleos estables.
Y otra primavera, o quizás otro otoño, podría estar a la vuelta de la esquina: en los últimos meses, jóvenes frustrados lideraron protestas antigubernamentales en Indonesia, Nepal, Perú, Marruecos y Madagascar.
Los países occidentales modernos cuentan, por supuesto, con defensas mucho más sólidas contra el desorden que la Alemania de los años treinta o la Francia de los ochenta. Y a medida que la IA impacta a las personas con estudios superiores como productoras, las beneficiará como consumidoras, reduciendo drásticamente el coste de, por ejemplo, redactar un testamento o llevar la contabilidad.
Sin embargo, la revolución de la IA avanza tan rápido que los políticos no tienen tiempo para comprenderla, y mucho menos para planificar sus consecuencias. Lo que antes era un refugio, un trabajo de oficina, se asemeja cada vez más a un castillo de naipes, y lo que parecía una inversión sensata, una educación universitaria, podría ser dinero tirado a la basura.
Las últimas décadas ya han sido testigo de una radicalización considerable de la clase intelectual. La elección de Zohran Mamdani como alcalde de Nueva York sirve para recordarnos que, desde el final de la era Obama, los graduados universitarios se han ido uniendo a los candidatos de izquierdas.
Menos destacado es el apoyo que una generación de hombres instruidos ha brindado al presidente Donald Trump. A JD Vance le gusta presumir de sus conocimientos académicos y Kevin Roberts, director de la conservadora Heritage Foundation, siempre añade “doctor” a su nombre.
Las ideas con las que coquetean estos radicales, tanto de izquierdas como de derechas, son cada vez más extremas. Y la vehemencia con la que las defienden es cada vez más pronunciada.
La revolución de la inteligencia artificial está echando leña al fuego, y mucha, a un incendio que ya arde con fuerza.
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