Conferencia sobre el Clima COP25, en Madrid.
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Bloomberg Opinión — La nuestra es una época populista, dominada no solo por las posturas antielitistas de Donald Trump y el Partido Republicano, sino también por una izquierda resurgente que considera la palabra “multimillonarios” desagradable. Sin embargo, muchos de nuestros problemas más profundos no se originan en las patologías de una estrecha clase dominante, sino en la amplia masa de la humanidad.

El informe de la semana pasada del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) nos lo ha recordado. El estudio contiene las habituales advertencias sobre los graves daños del cambio climático en el futuro, además de una nueva sección que detalla la cruda realidad de que ya es demasiado tarde para evitar un calentamiento significativo.

Durante décadas, las élites han pedido a los países del mundo que aborde el problema de las emisiones de gases de efecto invernadero poniendo un precio significativo al carbono. En la mayoría de los casos, esto no ha sucedido, no por la perfidia de la industria de los combustibles fósiles, sino porque la idea de un impuesto sobre el carbono es tóxicamente impopular.

Sí, algunas encuestas muestran el apoyo del público a un impuesto sobre el carbono. Pero en el mundo real, el impuesto sobre el carbono perdió estrepitosamente en dos iniciativas electorales distintas en el estado de Washington en 2016 y 2018. Si un impuesto sobre el carbono no puede ganar en un estado que el presidente Joe Biden ganó por casi 20 puntos el año pasado, y que no tiene una industria local de combustibles fósiles, ¿dónde puede ganar? Como muestra este estudio de la experiencia en Washington, fue solo durante el transcurso de la campaña real donde se derrumbó el apoyo público a los impuestos sobre el carbono.

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Me han dicho que los demócratas han analizado sondeos rigurosos sobre temas que presentan argumentos a favor y en contra de varios temas. En este contexto, los impuestos sobre las emisiones tienen peores resultados que la desfinanciación de la policía. Es por eso por lo que los impuestos sobre el carbono no figuran en ninguna de las ambiciosas propuestas de Biden. En cambio, intentan abordar el cambio climático con medidas que no parecen requerir ningún sacrificio directo por parte del público en general.

Gravar las emisiones de dióxido de carbono es tan impopular que una reciente operación de activismo reveló que el apoyo a un impuesto sobre el carbono era en realidad parte del plan de ExxonMobil para prevenir acciones gubernamentales serias contra el cambio climático. “Nadie va a proponer un impuesto a todos los estadounidenses”, dijo un lobista petrolero en una grabación. Por ello, era seguro para ExxonMobil respaldarlo.

Que un importante productor de combustibles fósiles pueda sugerir que se graven los combustibles fósiles como parte de un esfuerzo sencillo para ayudar a la industria de los combustibles fósiles es una de las grandes ironías de nuestro tiempo. Pero en un sentido estricto es lógico: el hipotético impuesto podría ser esgrimido como una espada y un escudo contra otros esfuerzos de regulación y de subsidios sin que exista un riesgo serio de que se produzca.

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Esta, a su vez, es la razón por la que los activistas climáticos básicamente han pasado página en lo relacionado a la fijación de precios. En su lugar, han depositado su confianza en el tipo de subsidios que existen a pequeña escala en el proyecto de ley bipartidista de infraestructuras que el Senado aprobó la semana pasada y en la propuesta presupuestaria más amplia y partidista que el Congreso debatirá este mes y el próximo.

Eso es una buena política. Pero la hostilidad pública a la fijación de precios del carbono es un recordatorio de que habrá límites estrictos a cualquier tipo de acción climática real. La preocupación por el cambio climático, aunque real y generalizada, es también alarmantemente superficial. Los votantes quieren que se actúe respecto al clima, pero no una acción que haga que todo lo que compran se vuelva más caro. Por lo tanto, el sueño progresista de imponer una electricidad 100% libre de carbono en un paquete de conciliación va a tropezar inevitablemente con algunos de los mismos problemas que un impuesto sobre el carbono.

Gracias a una combinación de subsidios, innovaciones y regulaciones de jurisdicciones adelantadas, el costo de la nueva energía renovable se ha desplomado, y la solar y la eólica son ya en muchos casos las opciones más baratas. Pero eliminar las fuentes de energía fósiles que ya existen en favor de otras nuevas más limpias es inherentemente costoso, incluso en un mundo en el que las energías renovables son baratas. Es por eso que los progresistas están ansiosos por una regulación estándar de energía limpia en el proyecto de ley de presupuestos, para acelerar la descarbonización de la red más allá de lo que sugieren los fundamentos económicos.

En cuanto al proceso legislativo, los obstáculos inmediatos a esto serán, como siempre, los senadores Joe Manchin de Virginia Occidental y Kyrsten Sinema de Arizona, así como el parlamentario del Senado (que asesora a la Cámara a la hora de interpretar sus reglas y reglas procesales). Pero en el mundo real, el problema es que un estandar de energía limpia que acelere significativamente la descarbonización encarecerá la electricidad.

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No hay nada malo en la idea de encarecer la electricidad a cambio de la descarbonización: las emisiones de gases de efecto invernadero son una externalidad dañina y sin precio que la economía está sobreproduciendo. Pero esta propuesta simplemente acaba replicando la política tóxica del impuesto sobre el carbono. Manchin y Sinema, de hecho, se han puesto al servicio de sus colegas demócratas que no quieren decir no a los activistas climáticos, pero que tampoco quieren votar por una electricidad más cara. (Recordemos que se trata de los mismos políticos que rechazaron la idea de un mayor impuesto sobre la gasolina en el proyecto de ley de infraestructuras).

Si es un halcón del clima, es fácil enojarse con los políticos por su timidez ante una crisis urgente. Pero tampoco tiene sentido pedir a los funcionarios electos con mentalidad ecológica que caigan en la trampa y pierdan las elecciones por ideas impopulares, entregando el control del gobierno a personas cuyas ideas son mucho peores.

Todo esto nos lleva a una difícil verdad: el problema aquí no reside en los políticos, ni siquiera en los multimillonarios o en las compañías petroleras. Está en los propios votantes, que reconocen que el cambio climático es un problema real, pero no están necesariamente dispuestos a sacrificar mucho para abordarlo.