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Bloomberg — La llegada de una nueva generación de chatbots y aplicaciones de inteligencia artificial ha alimentado la histeria ante la posibilidad de que los humanos quedemos pronto obsoletos o, peor aún, seamos víctimas de un escenario a la Skynet en el que nuestras creaciones de IA se vuelvan sensibles y se pongan en nuestra contra. Incluso los mayores defensores de la IA han pedido recientemente una moratoria de la investigación hasta que podamos evaluar mejor los riesgos.

Puede que los peligros que plantea la tecnología actual sean nuevos y dignos de mención, pero nuestra ansiedad no lo es. Durante dos siglos, la humanidad se ha inquietado por lo que podría ocurrir si dotamos a nuestras creaciones de inteligencia, temiendo que se volvieran rebeldes, o que directamente que nos sustituyeran por completo.

La idea de que los ayudantes artificiales puedan rebelarse tiene muchos antecedentes, entre ellos distintas variaciones de la historia del aprendiz de brujo, popularizada por Johann Wolfgang von Goethe (y más tarde por Walt Disney), así como el golem judío, criaturas míticas de arcilla a las que se daba vida mediante conjuros místicos. Aunque los cuentos populares sostenían que la mayoría de los gólems servían a la humanidad, las versiones más seculares de la historia que circulaban en la Praga de principios del siglo XIX describían a un monstruo mucho más desobediente y destructivo.

Esta versión del gólem probablemente inspiró una de las primeras visiones modernas de la vida y la inteligencia artificiales: Frankenstein, de Mary Shelley, publicada en 1818. A diferencia de la versión de Hollywood, el relato original de Shelley narra la historia de una criatura hiperinteligente que absorbe el mundo que le rodea y aprende rápidamente a hablar, leer poesía y captar las emociones humanas. Pero los humanos no apreciaban esas hazañas, pues sólo veían un monstruo, por lo que el “monstruo” acaba volviéndose contra su creador.

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La historia de Shelley inspiró lo que Isaac Asimov llamaría burlonamente el “complejo de Frankenstein”: el miedo a que nuestras creaciones se vuelvan sensibles y sustituyan o destruyan a los humanos. Sin embargo, el monstruo de Shelley era de carne y hueso, no de acero y circuitos. No era un androide asesino.

¿Cómo hemos llegado de Frankenstein a Terminator? La culpa es de Charles Darwin. Cuando en 1859 aparecieron los primeros escritos de Darwin sobre la evolución, quedó claro que la humanidad, lejos de salir del Jardín del Edén completamente formada, había sido el producto de una evolución sin fin. Esto planteó la posibilidad, igualmente inquietante, de que la humanidad, al igual que otras especies desaparecidas hace mucho tiempo, pudiera ser suplantada por algo superior.

De ahí a imaginar que las máquinas, que ya eran más fuertes que los humanos, también podrían llegar a ser más inteligentes, sólo había un pequeño salto conceptual. Cuatro años después de la publicación de El origen de las especies de Darwin, el escritor británico Samuel Butler publicó un ensayo bajo seudónimo que anticipaba prácticamente todas nuestras preocupaciones actuales sobre una IA desbocada.

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En “Darwin entre las máquinas”, Butler observaba que “nosotros mismos estamos creando a nuestros propios sucesores... cada día les damos [a las máquinas] más poder y les proporcionamos, mediante todo tipo de ingeniosos artificios, ese poder autorregulador y autoactivo que será para ellas lo que el intelecto ha sido para la raza humana”. Cuando ese proceso llegue a su culminación, predijo Butler, “el hombre se habrá convertido para la máquina en lo que el caballo y el perro son para el hombre”.

La oscura visión de Butler de un futuro dominado por máquinas inmortales e hiperinteligentes resurgiría en su novela utópica, ampliamente leída, Erewhon . El título, un anagrama de “nowhere” (en ninguna parte, en inglés), narraba la historia de una tierra primitiva perdida en la que la tecnología brillaba por su ausencia. El narrador acaba enterándose de que la evolución de las máquinas se había detenido e invertido deliberadamente en un pasado lejano para impedir “el desarrollo definitivo de la conciencia mecánica”. Los habitantes de Erewhon habían llegado a la conclusión de que una moratoria de seis meses no bastaría.

No todas las sociedades de ficción tuvieron tanta suerte. A finales de la década de 1880, el novelista británico Reginald Colebrooke Reade escribió dos novelas distópicas que describían un escenario al estilo Terminator, con máquinas inteligentes que se rebelaban contra la raza humana y casi la llevaban a la extinción. Estas obras eran producto de su época: la inteligencia omnisciente de las máquinas, al estilo de Skynet, comienza con una locomotora de ferrocarril que se vuelve sensible y acaba alistando a todas las máquinas en su revolución contra la humanidad.

Estas y otras obras de ciencia ficción anticiparon el trabajo más famoso del dramaturgo praguense Karel Čapek, cuya obra R.U.R. nos dio la palabra “robot”. La historia de Čapek narraba el ascenso y la caída de Rossum’s Universal Robots, una empresa que crea máquinas humanoides cada vez más parecidas a la vida. Čapek describió su obra como “una transformación de la leyenda del Golem en forma moderna....”. Los robots son Golem fabricados en serie”.

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En la obra, los robots se dan cuenta de que son superiores a sus creadores y optan por matar a los humanos, haciéndose cada vez más hábiles en la tarea con el paso del tiempo. En un momento dado, uno de los humanos, leyendo una misiva amenazadora de los robots, se maravilla de la creciente facilidad de las máquinas para el lenguaje. “Cielo santo”, declara, “¿quién les ha enseñado estas frases?”.

La obra de Čapek, traducida a muchos idiomas, dio origen a todo un género distópico de ciencia ficción en el que máquinas inteligentes, creadas para servir a la humanidad, se rebelan contra sus amos. Con el paso del tiempo, otros ingredientes contribuyeron a alimentar aún más el temor a la inteligencia artificial.

Los primeros ingredientes nuevos fueron el desarrollo del ordenador y la investigación asociada sobre inteligencia artificial. Los escritores de ciencia ficción de la posguerra estaban obsesionados por estos avances. Algunos, como Asimov, querían imaginar un mundo en el que la inteligencia artificial fuera el sirviente, no el amo. Pero la mayoría, como Frank Herbert, que publicó Dune en 1965, abrazó el complejo de Frankenstein.

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La extensa epopeya de Herbert, ambientada miles de años en el futuro, describía un mundo tras la “Yihad Butleriana”, una guerra contra las máquinas pensantes. El resultado fue un mundo erewhoniano en el que la única ley imperante era: “No harás una máquina a semejanza de una mente humana”.

Hollywood también entró en escena con 2001: Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, protagonizada por un ordenador asesino. Pero el HAL de Kubrick no era nada comparado con la siguiente generación de ordenadores sintientes de ficción. Una década antes de que Skynet se volviera sensible y destruyera a la humanidad en la franquicia Terminator, Colossus: The Forbin Project contaba la “aterradora historia del día en que el hombre se autodestruyó” creando “Colossus”, un ordenador superinteligente al que se le dio el control del arsenal nuclear de la nación.

Colossus -nombre que hace referencia al ordenador de Alan Turing que descifraba códigos en tiempos de guerra- adquiere rápidamente conciencia de sí mismo y se conecta con su homólogo soviético, que también se ha vuelto sensible. Juntos, los ordenadores amenazan con destruir el mundo si no se les pone al mando de la humanidad. Los humanos intentan rebelarse, pero fracasan y se convierten en dependientes de las todopoderosas niñeras armadas con armas nucleares.

Aunque nuestra angustia por la IA se ha vuelto aún más espeluznante en los últimos años -te estoy mirando a ti, M3gan-, lo que es mucho más interesante es lo poco que ha cambiado nuestra forma de pensar durante casi un siglo. Todos los temores que ahora circulan tienen una larga historia, desde el miedo a la obsolescencia humana hasta las predicciones de que la IA se convertirá en una fuerza malévola y malintencionada.

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En el último año hemos asistido a espectaculares avances en inteligencia artificial, que nos acercan al tipo de máquinas que se imaginan en muchas de estas historias apocalípticas. Puede que a usted le reconforte o no el hecho de que la humanidad lleve más de un siglo sopesando la posibilidad de estos aterradores desenlaces, pero al menos conocer nuestra profunda historia de escepticismo ayuda a poner en perspectiva las reacciones actuales ante la IA. Y eso es algo que, al menos por ahora, sólo puede hacer un humano.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial o de Bloomberg lp y sus propietarios.