El edificio del Capitolio de Estados Unidos en Washington, D.C. Fotógrafa: Stefani Reynolds
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Bloomberg — Hacer política fiscal en Washington nunca ha sido simple o directo, pero rara vez ha sido tan desastroso como ahora. La semana pasada, el Senado aprobó un proyecto de ley de infraestructuras de US$550.000 millones (también descrito como un proyecto de ley de infraestructuras de US$1 billón) que no se limita a las infraestructuras y que afirma ya estar financiado, pero no lo está. Luego aprobó un marco muy preliminar para un nuevo y enorme presupuesto de US$3,5 billones que costará mucho más de US$3,5 billones y que tampoco está financiado. Los progresistas de la Cámara amenazan con acabar con la propuesta más pequeña, que cuenta con apoyo bipartidista, a menos que se apruebe también la más grande, que no cuenta con apoyo.

Eso no es todo. El financiamiento para el gasto “discrecional” del gobierno (no es lo mismo que el gasto “obligatorio”, obviamente) se acaba el 30 de septiembre. Aún no se vislumbra un acuerdo sobre los 12 proyectos de ley de asignaciones para todo el año. En consecuencia, es probable que haya que improvisar medidas de gasto temporales, o de lo contrario el gobierno se verá obligado a cerrar.

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Sin embargo, hay que entender que en Washington un cierre no es lo mismo que un incumplimiento. De hecho, ¿por qué tener sólo uno? También está a punto de producirse otra limitación del gasto público: el límite máximo de la deuda pública. El Departamento del Tesoro ya está recurriendo a las habituales irregularidades contables que denomina medidas extraordinarias para no traspasar este límite. Eso sólo funcionará durante un tiempo limitado. Una vez que se alcance el techo de la deuda, el gobierno no podrá ni siquiera cumplir sus deudas existentes, y probablemente se producirá un caos en los mercados financieros.

¿Se ha preguntado alguna vez el Congreso cómo los contribuyentes interpretan este desastre? Los funcionarios electos se pelean por compromisos vastos y complejos sin parecer preocuparse por los detalles, ni por cómo pagar sus ambiciones, ni por las implicaciones presupuestarias a largo plazo. Por un lado, podría decirse que se trata de la política de siempre. Excepto que, en 2021, no son miles de millones de dólares que están en juego de los contribuyentes, sino billones. Por muy dividido que esté el Congreso, el país tiene derecho a un proceso con más deliberación e inteligible que éste.

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¿Cómo podría verse eso?

Sin duda, se requiere una revisión exhaustiva de los principios básicos del proceso presupuestario de Washington. Los objetivos serían bastante sencillos: explicar exactamente lo que se pretende conseguir con el nuevo gasto; garantizar que se maximice el valor de los dólares de los contribuyentes; ser claros sobre cómo se pagarán los nuevos compromisos; juzgar las implicaciones a largo plazo para la deuda pública y la economía; y hacer todo esto de forma transparente. A lo largo de los años, los reformistas han propuesto numerosos esquemas con estos principios básicos en mente, y ninguno ha ganado fuerza. Los miembros del Congreso encontrarían inconveniente este nivel de disciplina, y no se enfrentan a una gran presión para cambiar. Por el momento, prefieren pelearse por otras cosas.

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No obstante, reformas más modestas podrían ser factibles. La incompetencia fiscal de Washington es tan extrema que pequeños ajustes podrían suponer una gran diferencia. El mes pasado, por ejemplo, un grupo de representantes de ambos partidos expresó su apoyo a la celebración de un Estado Fiscal de la Nación anual, una audiencia conjunta de los comités presupuestarios de la Cámara de Representantes y el Senado, en la que el director de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental daría una visión general de las finanzas del país. Otra propuesta bipartidista, la Ley de Presupuesto Sostenible, crearía una nueva Comisión Nacional de Responsabilidad y Reforma Fiscal. Esto también podría ser valioso: Lograr que el Congreso preste atención al tema sería un progreso en sí mismo.

También vale la pena emprender reformas más estrictas. El techo de deuda es el primero de la lista. Planificar el aumento del gasto como si el techo de la deuda no existiera, y luego recurrir a “medidas especiales” para evitar una crisis autoinducida y previsible, podría ser el mayor absurdo de la práctica fiscal actual. La solución no es, desde luego, ignorar la creciente deuda. Todo lo contrario. Las medidas presupuestarias deben hacer frente a las implicaciones de la deuda (elevando el límite máximo si se puede justificar) en el momento en que se acuerde el endeudamiento, no después. Unos objetivos más inteligentes, basados en la deuda como proporción de la renta nacional, en lugar de la deuda en términos monetarios, darían una mejor idea de si las adiciones al endeudamiento son prudentes o excesivas.

Es difícil imaginar un nuevo gran acuerdo sobre la reforma del proceso fiscal en el Washington actual. Pero pasos más pequeños y el mero reconocimiento de que el sistema necesita ajustes, serían algo. Si incluso esto es demasiado esperar de los legisladores del país, abandonen toda esperanza de competencia fiscal. Confórmense con más de lo mismo, más o menos unos cuantos billones, a los que seguirá en su debido momento la quiebra nacional.